Esa mañana no había hecho la locura de andar solo durante cuarenta minutos, sin armas, apenas acompañado de mi fiel trípode y de mis atentos sentidos, por la orilla del caudaloso río Zambeze, mientras los primeros rayos de nuestro dios sol comenzaban a inundar de luz uno de los espacios de vida salvaje más auténticos de nuestra África: el Parque Nacional de Mana Pools en Zimbabue. Esta vez, caminaba con otro viajero, saludando a las primeras luces del alba junto a nuestro guía armado contratado, caminando, expectantes, esperando que la sabana africana nos sorprendiera. Las primeras luces del día y las últimas son los mejores momentos para observar los animales. Pronto advertimos un pequeño grupo de elefantes compuesto por una hembra, un ejemplar joven y una cría pequeña.
Mantuvimos unos 200 metros de prudente distancia, conociendo la reputada fama de ser uno de los animales más peligrosos de África, sobre todo cuando se trata de hembras con crías. Después de un rato contemplándolas, las dejamos atrás, y empezamos a atravesar la típica planicie abierta de bosquecillos de acacias. Escasos 5 minutos después un sonido nos hizo girarnos. Los tres elefantes que habíamos acechado se dirigían en estampida hacia nosotros, alocados, como si les persiguiese el mismísimo diablo. Los 400 metros iniciales se redujeron rápidamente a 300, y después, a 250. Nuestras piernas empezaron a moverse rápidamente. El guarda armado, y yo delante; nuestro compañero, que rozaba los setenta, se iba quedando rezagado. Cuando apenas 150 metros nos separaban de esos animales enloquecidos, un pequeño terraplén al cual subimos, y la experiencia de nuestro guía salvó la situación. Nuestros gritos y gestos desesperados y el hecho de hacernos más visibles, provocó que los elefantes giraran inmediatamente en ángulo recto y desaparecieran entre las acacias. Nos habían visto. En realidad no nos estaban atacando sino que posiblemente huían de algo o
alguien. Estos enormes animales tienen un sentido de la vista muy poco desarrollado. Nos temen, no nos atacan sin motivo, pero si en su loca carrera se hubieran tropezado con nosotros, si hubiesen notado nuestra presencia a una distancia inferior a la suya de seguridad, el desenlace podría haber sido cualquiera.
Los elefantes, como todos los demás herbívoros, tienen una distancia de seguridad. La podríamos definir como la distancia a la que estos animales te permiten acercarte antes de huir. Cada animal tiene la suya propia. El problema ocurre si, por cualquier motivo, te introduces dentro de ese círculo de seguridad sin que el animal lo advierta. Te encontrarás entonces en una situación peligrosa. Pueden optar por huir o por atacar. Y son rápidos, muy rápidos, grandes, muy grandes. Pero no sucedió, no hubo ataque.
Estas experiencias no son habituales en los safaris a pie, pero si acontecen te harán sentir la verdadera África, la de antes, la que sintieron los antiguos exploradores del continente africano, cuando los animales no estaban prácticamente confinados en los parques o cuando toda África era un gigantesco parque nacional.
Esa mañana no había hecho la locura de andar solo durante cuarenta minutos, sin armas, apenas acompañado de mi fiel trípode y de mis atentos sentidos, por la orilla del caudaloso río Zambeze, mientras los primeros rayos de nuestro dios sol comenzaban a inundar de luz uno de los espacios de vida salvaje más auténticos de nuestra África: el Parque Nacional de Mana Pools en Zimbabue. Esta vez, caminaba con otro viajero, saludando a las primeras luces del alba junto a nuestro guía armado contratado, caminando, expectantes, esperando que la sabana africana nos sorprendiera. Las primeras luces del día y las últimas son los mejores momentos para observar los animales. Pronto advertimos un pequeño grupo de elefantes compuesto por una hembra, un ejemplar joven y una cría pequeña.
Mantuvimos unos 200 metros de prudente distancia, conociendo la reputada fama de ser uno de los animales más peligrosos de África, sobre todo cuando se trata de hembras con crías. Después de un rato contemplándolas, las dejamos atrás, y empezamos a atravesar la típica planicie abierta de bosquecillos de acacias. Escasos 5 minutos después un sonido nos hizo girarnos. Los tres elefantes que habíamos acechado se dirigían en estampida hacia nosotros, alocados, como si les persiguiese el mismísimo diablo. Los 400 metros iniciales se redujeron rápidamente a 300, y después, a 250. Nuestras piernas empezaron a moverse rápidamente. El guarda armado, y yo delante; nuestro compañero, que rozaba los setenta, se iba quedando rezagado. Cuando apenas 150 metros nos separaban de esos animales enloquecidos, un pequeño terraplén al cual subimos, y la experiencia de nuestro guía salvó la situación. Nuestros gritos y gestos desesperados y el hecho de hacernos más visibles, provocó que los elefantes giraran inmediatamente en ángulo recto y desaparecieran entre las acacias. Nos habían visto. En realidad no nos estaban atacando sino que posiblemente huían de algo o
alguien. Estos enormes animales tienen un sentido de la vista muy poco desarrollado. Nos temen, no nos atacan sin motivo, pero si en su loca carrera se hubieran tropezado con nosotros, si hubiesen notado nuestra presencia a una distancia inferior a la suya de seguridad, el desenlace podría haber sido cualquiera.
Los elefantes, como todos los demás herbívoros, tienen una distancia de seguridad. La podríamos definir como la distancia a la que estos animales te permiten acercarte antes de huir. Cada animal tiene la suya propia. El problema ocurre si, por cualquier motivo, te introduces dentro de ese círculo de seguridad sin que el animal lo advierta. Te encontrarás entonces en una situación peligrosa. Pueden optar por huir o por atacar. Y son rápidos, muy rápidos, grandes, muy grandes. Pero no sucedió, no hubo ataque.
Estas experiencias no son habituales en los safaris a pie, pero si acontecen te harán sentir la verdadera África, la de antes, la que sintieron los antiguos exploradores del continente africano, cuando los animales no estaban prácticamente confinados en los parques o cuando toda África era un gigantesco parque nacional.
El Parque Nacional de Mana Pools se encuentra en Zimbabue y es una verdadera joya de la naturaleza. Está bañado por las aguas del río Zambeze, uno de los más salvajes de África. Es un monumento natural de 2200 km2, patrimonio de la humanidad, y además, está rodeado de otras zonas protegidas de Zambia y Zimbabue: la extensión protegida alcanza los 12 000 km2, lo que la convierte en uno de los ecosistemas mejor conservados y más importantes del continente. La palabra mana significa ‘cuatro’ en el idioma nativo shona y hace referencia a los cuatro estanques que se encuentran en las orillas del río. Es diferente, distinto, único. ¿Por qué? Porque te permiten que, bajo tu responsabilidad, puedas andar a tu aire, sin armas, con absoluta libertad por cualquier lugar del parque nacional, salvo por los lugares con abundante maleza. No hay ninguna otra reserva en África donde podremos sentir esta sensación. En un
hábitat donde los elefantes, hipopótamos, búfalos, leones o leopardos (cinco de los animales más peligrosos del mundo), campan a sus anchas.
¿Una locura, un suicidio? Puede serlo, pero todo tiene sus matices. Los responsables del parque lo permiten porque es un espacio abierto salpicado de bosquecillos de acacias (no en todos los lugares), y se supone que los animales, al divisar a los seres humanos, se alejarán de estos. Yo me fiaría más de mantener una distancia de seguridad con los grandes herbívoros, y echar un pulso a la suerte, para no encontrarse con ningún depredador. Por cierto, siempre muy escasos. En todo el territorio de Mana Pools habitan de 80 a 100 leones. Yo, por ejemplo, no vi ninguno, aunque tuve la fortuna de escuchar su rugido, sin duda, la voz de África, por las noches mientras dormía en mi tienda de campaña. Recorrer la sabana africana durante un largo período de tiempo, sin ir acompañado de un guarda o un guía armado, puede resultar una temeridad. Yo decidí tener esa experiencia, en parte porque estaba escribiendo este libro. Fue durante media hora, al alba, a lo largo de la ribera del río Zambeze, solo acompañado de mi fiel trípode, en una de las horas más peligrosas para caminar por la sabana, pues los depredadores y los hipopótamos todavía están activos. Tienes una sensación extraña dentro de ti. Por un lado, deseas ver fauna, acercarte a ella, fotografiarla en un entorno de absoluta libertad, pero por otro, tienes los sentidos a cien. Sabes qué hora es, el lugar donde estás y sabes de esas casualidades de la vida que hacen que puedas estar en el sitio inadecuado en el momento preciso. Posiblemente no fue una opción muy acertada, pero quería tener esa sensación primigenia que nos ha acompañado a los seres humanos durante decenas de miles de años al recorrer las grandes planicies africanas.
Pero esta libertad que nos ofrece el Parque Nacional de Mana Pools puede ser reconducida también a situaciones más cotidianas. Por ejemplo, cuando te desplazas por tu cuenta con tu propio vehículo. Bajarse del coche, andar, acercarse a los animales es maravilloso. Eso sí, con el resguardo del coche cerca de ti. Pero ¡ojo con los elefantes! No respetan vehículos por muy grandes que sean y no sería la primera vez que una hembra con crías nos ataca por situarnos entre ella y su asustado retoño.
He hecho otros safaris en África, acompañado de más viajeros, con guías que conducen el vehículo, con la prohibición de dar un paso fuera del coche. No tiene comparación. Esto es otro mundo.
Pero si has decidido vivir la aventura africana de forma plena, que sepas que esta no finaliza ni en el bosque de acacias, ni en la orilla del salvaje río Zambeze; continúa hasta dentro de tu propio alojamiento. Nyamepi es un lugar increíble, sin vallas ni alambradas, donde la naturaleza y el ser humano están cara a cara. Uno es parte del otro. Durante casi seis meses al año ni siquiera hay un campamento, es terreno abierto, lo cual provoca que los animales no lo tengan asociado a nosotros y se muevan libremente incluso dentro de la zona de acampada. Es una experiencia única y maravillosa. Estar desayunando y encontrarse un elefante alrededor de las mesas a escasos metros no se olvida nunca. También me ocurrió a mí, cuando ya de noche, y mientras leía en el coche, una hembra y su cría aparecieron andando con calma a unos escasos cuatro metros. O cuando observé que una pareja de machos de irascibles búfalos, habían adoptado el campamento como casa propia, deambulando con tranquilidad por entre las tiendas de campaña, sin duda para protegerse de las manadas de leones. Así, un mediodía me los encontré sentados, con sus casi 800 kilos de peso, en la entrada de mi pequeña tienda. O tener que dar un par de gritos fuertes a alguna hiena hambrienta que se había aproximado demasiado al fuego del campamento buscando algún resto de comida. Incluso cuando estás dentro del saco de dormir puedes escuchar los rugidos del león en la lejanía, mientras sientes los pasos sutiles alrededor de la tienda y te preguntas quién está al otro lado de los faldones. A veces se aproximan tanto que adivinas al pequeño pero bravo ratel, (honey badger) olisqueando la lona a escasos centímetros de tu cabeza.